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El arte conceptual y la inteligencia artificial, ¿realidades opuestas o hermanadas?

En mitad de este remolino impetuoso del metaverso, los NFTs, la Web 3.0, creo acertar si digo que no se estilará hablar de la esencia básica -y, no por ello, alejada de dificultades- del derecho de autor. Y es que no debemos olvidar, ni subestimar, el poder de confiar en soluciones sencillas para resolver problemas complejos. Por ello, aquí, rindo mi particular homenaje a lo más simple, angular y central que tiene esta disciplina para lograr un fin superior: tratar de contribuir a la puesta en marcha de una solución a la problemática que se plantea respecto de la protección de las creaciones derivadas de los sistemas de inteligencia artificial (IA) que, todavía a día de hoy, como es sabido de todos, no cuenta con un remedio unitario.

En este caso, como amante y estudiosa del arte contemporáneo y de la propiedad intelectual, y actual residente en París, humildemente, me atrevo con el arte conceptual y el encaje que este encuentra, o no, en el mundo de los derechos de autor, en particular, a raíz del último pronunciamiento del pasado 8 de julio de 2022 del Tribunal Judicial de París y el contra pronunciamiento pretérito de la Audiencia Provincial de Madrid, de 21 de mayo de 2021, para extrapolar sus conclusiones a la problemática que sobrevuela el universo de la IA.

Y es que los jueces parisinos, en el marco de un enfrentamiento entre el reputado escultor francés, Daniel Druet, y el conocido artista italiano, Maurizio Cattelanhan, han tenido que enfrentarse, este pasado estío, al siguiente interrogante: ¿quién es el autor de una obra, la mente que la concibe o la mano que la ejecuta?

En este supuesto, Cattelan, conocedor de sus limitaciones como dibujante, acudió a Druet para que le asistiese en la creación de sus obras -efigies de cera- y durante varios años ambos trabajaron conjuntamente hasta que este último comenzara a reclamar la autoría, y consecuente pago por ella, de sus obras. Así, cuando el Musée de la Monnaie de Paris organizó, en 2016, la exposición ‘Cattelan, not afraid of love’, en la que se expusieron algunas obras del artista conceptual, el señor Druet escribió a la galería de Cattelan, Perrotin, exigiendo, sin éxito, el reconocimiento de su autoría en las obras expuestas. Por su parte, Druet, sin dudarlo, llevó a los tribunales este asunto, no siendo la respuesta a la pregunta planteada en el párrafo anterior nada clara ni evidente para aquellos que la juzgaron. Druet, además, dirigió su demanda contra la Galería Perrotin y la Monnaie de Paris, por excluir su nombre del catálogo de una exposición de Cattelan, pero no contra el propio artista.

Si acudimos al artículo L. 111-1 del Código francés de la Propiedad Intelectual, parece que se favorece a la mente que concibe las obras, pero ¿cómo podría Cattelan probar su autoría en creaciones intangibles entendiendo que, a priori, las obras únicamente pueden comunicarse si están dotadas de una forma tangible? Y es que Cattelan dio normas y directrices a Druet para que ejecutase la obra que él tenía en mente, siendo, por tanto y en palabras del Tribunal, indiscutible afirmar que de él habían salido las instrucciones precisas para la puesta en escena de las efigies, su posicionamiento, su disposición en el espacio, la elección de las habitaciones que albergaban a los personajes y la iluminación que, en rigor, configuraban la obra entera y concebida como un todo.

Asimismo, es menester indicar que las obras también habían sido divulgadas bajo el único nombre que Cattelan les había otorgado y, consecuentemente, este era beneficiario directo de la presunción legal de atribución de autoría al que divulga la obra bajo su nombre por primera vez, que prevé el artículo L.113-1 del cuerpo legal francés ya referido -en la misma línea que el artículo 6.1. del Real Decreto Legislativo 1/1996, de 12 de abril, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Propiedad Intelectual, regularizando, aclarando y armonizando las disposiciones legales vigentes sobre la materia (TRLPI)-.

En definitiva, el tribunal entendió que el señor Druet solicitaba la condición de autor para la totalidad de las obras, tal y como se habían divulgado y dado a conocer al gran público, y no de forma individualizada, donde, quizás, el escultor francés hubiera tenido más opciones de victoria, o, incluso, a través del reconocimiento de la coautoría de una obra en colaboración o compuesta, tal y como recogen los artículos 7 y 9, respectivamente, del TRLPI.

Y es que, precisamente, en el París español, Madrid, se había pronunciado ya la Audiencia Provincial, el 21 de mayo de 2021, resolviendo el litigio que enfrentaba al artista valenciano, Antonio de Felipe, y la pintora japonesa, Fumiko Negishi, en sentido opuesto al francés. Entendió, pues, en este caso, el juzgador madrileño que, si bien no se discutía que el artista valenciano desempeñaba un rol esencial en el ‘alumbramiento de la idea’, no era menos cierto tampoco que la participación -y consecuente autoría- de la artista nipona era indudable, toda vez que esta última contribuía creativamente en la obra, por mucho que Antonio de Felipe le diera instrucciones concretas. En consecuencia, el artista valenciano fue condenado a reconocer la coautoría de Fumiko Negishi en 221 cuadros.

Pues bien, lo que analizamos en los apartados anteriores no es una cuestión novedosa. Allá por principios de los años 70, se enfrentaron el escultor Pierre-Auguste Renoir y Richard Guino, de origen español y discípulo de Aristide Maillol, por la autoría de las esculturas en las que ambos habían participado. Pues bien, la Corte de Casación francesa, en particular, su Sección Civil no 1, determinó, mediante sentencia del 13 de noviembre de 1973, que la autoría de las esculturas ejecutadas por Guino era conjunta, a pesar de que Renoir no había trabajado la materia él mismo, por la sencilla razón de que el pintor le había permitido plasmar en sus esculturas su ‘huella personal’. En definitiva, la idea pertenecía al pintor, pero la expresión de esta era resultado de los dos autores.

Del mismo modo, y en línea con la sentencia parisina con la que inauguramos este artículo, cabe destacar, de nuevo en nuestro país, la sentencia de la Audiencia Provincial de Baleares, de 22 de enero de 2008, que enfrentó a Miquel Barceló y al ceramista Jerònim Ginard ‘Murtó’, quien reclamaba el reconocimiento de su autoría en colaboración en algunas de las piezas que habían realizado de manera conjunta. En este supuesto, el juzgador entendió que las obras litigiosas estaban dotadas de la personalidad y la impronta del señor Barceló, al llevar rasgos característicos de su universo creativo propio, y que lo que había aportado el señor Ginard no era suficiente como para considerarlo coautor.

Y es que no cabe duda de que todo lo expuesto anteriormente no hace sino invitarnos a navegar por conceptos tan primarios como el de ‘autoría’ o el de ‘obra’, entendiendo que este último, y tal y como recoge, entre otras, la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europa (TJUE) en el asunto Cofemel, presupone la existencia de un objeto original, una creación intelectual propia de su autor, cuya personalidad refleja a través de decisiones libres y creativas, y que es identificable con suficiente precisión y objetividad, excluyendo las sensaciones intrínsecamente subjetivas.

Así, gran parte de la complejidad del debate que aquí se trata radica en que la dificultad primordial que presenta el derecho del arte, en general, y el arte conceptual (en el que la idea o concepto es lo más importante, relegando a un segundo plano su ejecución ante su concepción), en particular, es la ambigüedad que ostenta su objeto de protección en la normativa, por la subjetividad que lleva aparejada o por la falta de conocimiento del legislador en esta materia.

Acudiendo al TRLPI, de una lectura conjunta de sus artículos 1, 5 y 10.1, se desprende que, para que una creación intelectual pueda ser susceptible de ser protegida por derechos de autor, esta ha de (i) ser resultado de un acto creativo que provenga de una persona natural, (ii) ser original -tal y como rezan algunas sentencias a nivel comunitario, entre otras, Infopaq International, Painer o Cofemel-, y (iii) expresarse por cualquier medio o soporte, tangible o intangible.

De un primer vistazo, no parece que las ‘ideas’ tengan cabida en esa definición desglosada en estos tres requisitos. Sin embargo, hemos de observar que la normativa española emplea el verbo ‘expresar’ (entendido como ‘manifestar’) -que no ‘fijar’ (entendido como ‘hincar’), como reza el Convenio de Berna– y, por tanto, podrían las obras de arte conceptual ser plenamente merecedoras de protección por derechos de autor, al estar expresadas -que no fijadas- en un soporte que no puede o no debe tocarse. Así, en línea con lo apuntado por Bercovitz Rodríguez-Cano, el único requisito que se solicita en relación con la «expresión» en un soporte es la perceptibilidad.

Como veníamos anticipando, este tema, a simple vista, insignificante o perteneciente a un nicho muy particular, es de gran relevancia, por cuanto parece acertado considerar que las teorías desarrolladas en torno a los derechos de autor de obras de arte conceptual pueden servir de base para determinar la autoría en obras creadas a partir de sistemas de IA. Es decir, a la luz de la sentencia parisina, podríamos afirmar que, en las obras creadas a partir de la IA, su realización material también pasaría a un segundo plano frente a su concepción, entendiendo que el origen de una creación o el proceso creativo no comienza en una mano humana sino en una mente -y, por tanto, no de naturaleza física, ni tangible- humana, para, posteriormente, ser ejecutado por una máquina o programa, que se comporta como consecuencia de lo concebido por un humano.

Y es que extrapolando las conclusiones del mentado pronunciamiento, y siendo conscientes de que no entramos a debatir el tema de la autoría humana que forma también parte de la problemática en torno a la IA y derechos de autor, podríamos afirmar que, en el campo de las obras generadas por IA, podrían merecer la protección por derechos de autor aquellas personas que dan lugar al sistema de IA. Precisamente esta sería la solución adicional -y, en consecuencia, novedosa, a raíz de esta sentencia- que se sumaría a las ya existentes en el debate entre derechos de autor e IA.

En línea con lo anterior y siguiendo lo que la doctrina especializada en la materia (Concepción Sáiz) expone, podríamos otorgarles a estos sistemas de IA una protección o bien a través del derecho de autor -como las obras colectivas o lo dispuesto en el artículo 97 del TRLPI en relación con la titularidad de los derechos en la creación de los programas de ordenador-, u otorgarles una protección a través de un derecho diferente al derecho de autor, creando, en este último supuesto, entre otros, un derecho sui generis que se adapte a estos sistemas de IA; o bien, podríamos subsumir los resultados creados por los sistemas de IA bajo la protección conferida por los derechos afines a los derechos de autor; o establecer un registro obligatorio, constitutivo o declarativo, según el nivel de protección del que se quisiera dotar a los resultados creados por los sistemas de IA; o no crear ningún derecho exclusivo novedoso y proteger los resultados de la IA a través del secreto comercial o la competencia desleal; o proteger estos resultados a través de la propiedad industrial.

Como puede apreciarse, el abanico es amplio y, a raíz de este pronunciamiento, lo es más.

Del mismo modo, acudiendo a otros sistemas normativos, podríamos inspirarnos en el visionario artículo 9.3 de la Copyright, Designs and Patents Act de 1988 británica -y cuyo enfoque también es seguido en países como Irlanda, Hong Kong (SAR), India o Nueva Zelanda- que establece que ‘en el caso de una obra literaria, dramática, musical o artística generada por ordenador, se considerará autor a la persona que haya tomado las medidas necesarias para la creación de la obra’. Es decir, se podría aseverar que está alineado con las conclusiones del pronunciamiento francés, toda vez que quien concibe la obra es, en puridad, quien toma las medidas necesarias para crearla, entre ellas, encargar a un tercero a que ejecute, materialice y plasme la obra por él concebida.

En definitiva, parece pacífico afirmar, como conclusión global, que aquello sobre lo que pivota el debate es el nivel de involucración que el sistema de IA, en un caso, o la persona ejecutora -distinta de aquella que concibe la obra-, en otro, tiene en el resultado final de la creación. Por ello, cabría cuestionarnos si el resultado de la obra está, o no, fuera del control del autor que la concibe y si la ejecución mediante un humano o un sistema de IA es una condición necesaria para la consideración de la autoría o si, sensu contrario, seguir unas instrucciones para plasmar, expresar o ejecutar una idea es suficiente para atribuir una obra a un autor. Todo lo anterior, indudablemente, se verá matizado dependiendo del tipo de obra que estemos analizando (programa informático, obra pictórica, obra literaria, etc.).

Y es que como broche final de este artículo, voy a apropiarme de dos de los seis principios que establece Jane C. Ginsburg a la hora de identificar a un autor, y que, humildemente, considero, encuentran cabida en este debate: en primer lugar, la autoría prima la mente sobre las herramientas y/o máquinas, de manera que el único autor de una obra es el creador de la expresión, independientemente de las herramientas y medios empleados para expresarla; y, en segundo lugar, la autoría antepone la mente al músculo, de forma que la persona que conceptualiza y dirige el desarrollo de la obra es el autor, y no el que sigue órdenes para ejecutar la obra.

Pues bien, lectoras, lectores, no cabe duda de que esta nueva inteligencia, artificial o artificiosa, parece que, lejos de refugiarse en su pelaje de desconocida, está revolucionando la forma en que vivimos y nos relacionamos, los ordenamientos jurídicos y la concepción que, hasta ahora, teníamos del arte, las creaciones e, incluso, de nuestra propia capacidad de creación e imaginación.

Natalia Tamames

Natalia Tamames